Si puedes abrirte camino hasta una de las manchas solares de Mallorca este verano, serás testigo de dos fuerzas imparables.
El primero, tan antiguo como el tiempo, las olas del mar Balear, borrando metódicamente los castillos de arena tallados con cariño del día.
El segundo, un fenómeno más moderno, el tsunami del turismo que amenaza con consumirlo todo a su paso.
Se ocupa cada centímetro de playa. Encontrar una plaza de aparcamiento es como encontrar oro.
Si deja su tumbona durante demasiado tiempo, sus posesiones serán saqueadas sin contemplaciones para dejar espacio a la larga cola de posibles usurpadores.
Todos estos son signos de una bonanza que se ve y se escucha en toda la isla, sobre todo en el incesante pitido de las máquinas de pago sin contacto que suenan en los atestados hoteles, restaurantes y bares.
Un coro de comercio impulsado por un número récord de visitantes.
Pero si ésta es una historia de riqueza colosal derramada sobre una comunidad española experta en negocios, con certeza Sonia Ruiz no ha compartido nada de eso.
Nos encontramos con la madre de uno, de 31 años, en un parque a unos cientos de metros de la costa de la capital, Palma.
Su hijo Luca, de cuatro años, sortea los distintos toboganes del parque sin aparente preocupación.
Pero Sonia está realmente luchando. Su casero les ha pedido que se vayan y ella dice que es imposible encontrar un nuevo lugar.
“Cada día busco y cada día el alquiler es más alto”, dice.
“Incluso paro a la gente en la calle y les pregunto si tienen algo porque se acerca el día en que tendré que dejar el apartamento, y solo me veo a mí y a mi hijo sin hogar porque no hay absolutamente nada”.
Sonia y su pareja están separadas pero se han visto obligadas a vivir juntas porque individualmente no pueden afrontar el coste del alquiler, a pesar de llevarse a casa entre ambas 2.400 euros al mes.
“Te piden depósitos de varios meses. Algunos incluso me han dicho que no quieren niños, no quieren animales. Y mucha gente está mirando”.